Cuando nuestra fe es frágil, cuando nuestra oración es débil y escaza, cuando Cristo está ausente en la toma de decisiones y entonces perdemos el rumbo y la esperanza; los problemas, las tristezas, las preocupaciones, las enfermedades nos pueden acabar.
Pero cuando llegan las tormentas a nuestra vida, y vemos que las salidas y soluciones se acaban, pero hemos estado en continua comunicación a través de la oración con nuestro Maestro y Rey de Reyes: Cristo Jesús. Entonces todo se transforma y empezamos a ver de qué nuestros problemas en realidad son pequeños problemas. ¿Ante la angustia como reaccionamos nosotros con los problemas?, ¿cuál es el tipo de oración que frecuentamos? ¿Buscamos siempre excusas? ¿Utilizamos el camino corto, o el menor esfuerzo o hasta pensamos en el suicidio?
Nuestra oración no debe darse solo porque tenemos problemas al contrario, debe ser constante no solo una vez en el momento más difícil sino que debe ser un estilo de vida. La oración levanta y soluciona los problemas sean como sean pues dentro de la oración esta la fuerza de Dios. Las dificultades, los problemas, las desilusiones, tristezas, o fracasos nunca serán una montaña más grande que tu potencial para venderlas, y además, los problemas siempre tienen un límite, pero tu crecimiento no se detiene.
En la vida nada es imposible alcanzar, siempre que tu decisión sea firme y tu fe inquebrantable. Como muy bien nos dijera el Señor: “No te he dicho que si crees veras la gloria de Dios” (Juan 11, 40). Digna es de recordar aquella sentencia lapidaria: “No le digas a Dios que tienes un gran problema, dile al problema que tienes un gran Dios”. Pues cuando la vida te presenta dos mil razones para llorar, tu puedes demostrarle que posees tres mil razones para sonreír”.
Las dificultades asúmelas como desafíos, como palancas que te empujan a horizontes más amplios, por eso hay que liberar el corazón del odio y de los malos recuerdos que te dejan heridas, da más y espera menos.