Por el Rev. José Eugenio Hoyos
Arlington Catholic Herald
12 de noviembre de 2009
La oración es uno de los grandes regalos que Dios ha puesto en nuestros corazones y en nuestro diario vivir. El mismo Jesús nos invita a que aprendamos a orar y estemos en continua oración. La oración debe ser nuestro alimento espiritual más importante de cada día. Es el alimento con las vitaminas espirituales que fortalecen el alma.
Así como las aves han nacido para volar y el pez para nadar, no podemos olvidar que el hombre ha nacido para orar, para vivir en presencia de Dios. Porque San Pablo nos dice: “en Él vivimos, nos movemos y existimos.” Cuando el orante en sus encuentros con Dios, va experimentando esta presencia única y gozosa, por fin termina llevándola a su vida. Nuestra vida será un camino recorrido en la presencia de Dios si aprendemos a abrir el corazón a Dios que habita dentro de nosotros, o al Dios que está presente en la creación, o al mismo Dios presente en la comunidad, o en nuestros hogares, en el sagrario o en los hombres sufrientes, esos Cristos Crucificados de la historia de hoy.
Camina hermano(a) en la presencia de Dios y te sentirás amado por Dios, te sentirás dichoso y feliz. Camina en su presencia y tu vida tendrá sol y frescura, camino y horizonte, profundidad y altura. Dios será para ti como tu respiración, como el latido de tu corazón.
En varios capítulos de las Sagradas Escrituras vemos a Jesús invitándonos a orar y a ser ejemplo de oración: “se levantó de madrugada y salió, se marchó al descampado y estuvo orando allí” (Mc 1,35). “Cuando estéis orando, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas” (Mc 11,25). “Cuando quieras orar entra en tu aposento, echa la llave y rézale a tu Padre que está allí en lo escondido…cuando recéis no seáis palabreros” (Mt 6, 6-7).
Un “Padre Nuestro” rezado como un acto de amor y de entrega, arranca de Dios aquello que más necesitamos. Cada una de sus palabras puede ayudarnos a hacer una nueva oración, pues contiene las verdades más profundas de nuestra fe. Que Él es nuestro Padre, y de ahí se deriva que nos ama, que nos escucha, que nos cuida, que nos espera en el cielo. Que nuestra vida tiene sentido en buscar su gloria, en instaurar su reino en el mundo, en cumplir su voluntad. Que nos cuida de los peligros y nos da el alimento y la fuerza espiritual que necesitamos para recorrer el camino hacia Él.
Quizás desde que éramos niños venimos repitiendo nuestras oraciones de cuna. Pero sin duda, cada vez que lo hacemos, Dios “interrumpe todas sus ocupaciones” para escucharnos y atendernos como el mejor de los padres.
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