Por Padre José E. Hoyos
Dios en su infinita misericordia y gran sabiduría nos ha
regalado la oración y nos ha dado el don de la fe dentro de su plan de salvación.
Si no existiera la fe, el hombre no viviría y terminaría desplomado dentro de
la vida. La fe se ha difundido y se sigue dando a conocer por la fuerza de la atracción
del amor, así nuestra fe es como el grano de mostaza que cuando crece cobija la
fe de los débiles y frágiles, aquellos que naufragan en la fe.
El poder de la fe debe conservarse para no naufragar o hundirse
en la vida y muchos que la van rechazando, rechazan al mismo Cristo, a su
Iglesia y la herencia que han recibido. “Lo que ayuda a nuestra fe es el temor
y la paciencia, y nuestra fuerza reside en la tolerancia y la continencia. Si
estas virtudes perseveran santamente en nosotros, en todo lo que atrae el
Señor, poseeremos además la alegría de la sabiduría, de la ciencia y del
perfecto conocimiento” (Epístola de Bernabé, 1).
Definitivamente es el deseo que tenemos por Dios, por
sentirnos amados por Él, que hoy nos levanta de todas las postraciones y
cadenas que nos atan, que nos impiden ver la gracia, que nos impiden caminar y
ser felices. Es hora de quitar la venda del orgullo, del rencor y del odio, es
hora de conquistarnos para Dios.
“El que profesa la fe
no peca y el que posee la caridad no odia. Por el fruto se conoce el árbol; del
mismo modo los que hacen profesión de pertenecer a Cristo se distinguen por sus
obras: lo que nos interesa ahora, más que hacer una profesión de fe, es
mantenernos firmes en esa fe hasta el fin” (Carta San Ignacio de Antioquia a
los Efesios 13-18). Todo es posible para
aquel que se acerca a la fe.
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