Por el Rev. José Eugenio Hoyos
Arlington Catholic Herald
23 de abril de 2009
El sacerdocio es una de las vocaciones más sublimes y extraordinarias que Dios nos ha regalado. Nuestro ministerio a semejanza de Cristo y de los apóstoles es delicado y frágil y hay que saberlo cuidar a través de la oración, de la promoción de los Sacramentos y del cuidado de nuestros feligreses. Del sacerdote se espera hoy un equilibrio en su temperamento y en su actuar: capaz de enfrentar los problemas, tolerando lo tolerable y comprendiendo las incomprensiones. El sacerdote debe ser un portavoz de mensajes positivos que construyan puentes, que derriben barreras, que acerquen a los que están distanciados, que animen al establecimiento de la justicia, del perdón, de la unidad, de la fraternidad, de la solidaridad.
Arriesgándome a destacar los elementos que podrían conformar el perfil de un buen sacerdote, podemos precisar lo siguiente: toma de conciencia de que es un líder nato, pues lo propio de su vocación es ejercer una influencia positiva en los demás concretamente desde el campo religioso y espiritual. Debe ser humilde y obediente al Papa como autoridad Suprema leal y fiel a mandato del Obispo o el párroco. Debe tener una gran capacidad para interpretar con acierto los hechos de la vida diaria y los acontecimientos personales y sociales en los que ha de intervenir. Debe tener una apertura al conocer a sus feligreses, interesándose por sus inquietudes, necesidades y expectativas. Y al mismo tiempo acercarse a la gente con amabilidad, cuidando las comparaciones, la emisión de juicios temerarios etc. Debe ser fiel al magisterio de la Iglesia, tener una devoción especial a la Santa Eucaristía, al Rosario y a la Virgen María.
Hay cosas y actitudes que escandalizan a la gente de un sacerdote:
1. Hacer siempre lo contrario a las necesidades y sugerencias de los fieles, con tal de imponer sus criterios y en base a un mal entendido sentido de autoridad.
2. Asumir tantos compromisos fuera de la parroquia que raras veces se le observa en la comunidad.
3. Celebrar con sequedad, poca unción y rapidez la Eucaristía y demás Sacramentos por que su vida está desconectada de la gente y su corazón desconectada del Señor.
4. Utilizar las homilías o los avisos parroquiales para regañar y ofender a los feligreses.
5. Tomar decisiones autoritarias en la parroquia como si fuera el dueño absoluto de la misma, sin tener en cuenta al consejo parroquial y a sus feligreses.
6. Dedicar más tiempo a sus gustos personales que a los enfermos y a las diversas solicitudes Sacramentales.
7. Oponerse a los cambios de parroquias que realiza el Señor Obispo.
8. Privilegiar un movimiento por encima de otro.
9. Cuando en vez de vivir en armonía con sus compañeros sacerdotes, vive divulgando una imagen deteriorada de sus hermanos sacerdotes y de sus antecesores sin compasión mostrando a los demás las debilidades y defectos de los otros.
10. Cuando jamás se dispone a felicitar a sus hermanos de ministerio al momento de alcanzar un ascenso o cualquier paso positivo que experimenten.
Oremos por el sacerdote que vulgariza el sacerdocio con modales no propios de su identidad, con un vocabulario lejano del amor de Cristo, con resentimientos en su corazón, con actitudes desafiantes hacia el Obispo, con posturas hirientes y sin razón de ser contra determinadas personas, con señalamientos condenatorios sin sentido, con la arrogancia del anatema, con prepotencia al no pedir perdón y tampoco darlo.
Si amamos de corazón y le perdonamos las faltas a los sacerdotes tendremos sacerdotes buenos y santos y de la misma forma caminaremos a la santidad. Recuerda: todos somos Iglesia.
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