Por el Rev. José Eugenio Hoyos
Arlington Catholic Herald
26 de marzo de 2009
La Cuaresma como tiempo litúrgico es una gran ocasión para analizar o medir nuestro termómetro de espiritualidad y preguntarnos: ¿Cuánto amamos a Dios? ¿Qué tan grande y sincero es el amor que le tenemos a nuestro Señor Jesucristo? Amar a Dios no es sólo decir “Señor, Señor.” Hay que caminar y vivir a plenitud con Él muchas extra millas y grandes kilómetros. Millas y caminos llenos de muchos obstáculos, tropiezos, caídas e igualmente felicitaciones, apoyos y el encuentro de nuevas amistades en la familia de Cristo.
Lo más hermoso en la historia de los que han tenido un encuentro personal con Cristo, es que Dios mismo es el que se presenta. Su encuentro es directo y firme. Tantas personas metidas en vicios, como las drogas, el alcohol, el sexo, la pornografía, el crimen, la violencia familiar en todo este remolino del mal han encontrado, que cansados o en el medio de esta turbulencia, la mano de Jesús que compasivamente a venido a rescatarlos, a mostrarles un nuevo camino y a darles una nueva oportunidad de conversión. A eso mismo es lo que la Cuaresma nos invita a parar al frente del Santísimo y botar todas nuestras iniquidades, dejar allí todo lo sucio, lo impuro para salir del Templo rejuvenecidos con el poder del Espíritu Santo.
Claro que si podemos, hay que pedirle a Dios fortaleza, voluntad y continuación para transformarnos en hombres nuevos. Hay que dejarnos llevar por esas manos fuertes de Jesús, Él no nos va a llevar por lugares obscuros, todo lo contrario quiere que a través de nuestros problemas encontremos profundamente a Dios. Lo hermoso en la historia de la salvación de los que han encontrado a Dios, es que es Dios mismo que se presenta, es él que sale al encuentro.
Los discípulos de Emaús iban desconsolados, fracasados. Un caminante especial se les metió en medio y comenzó a librarlos de sus dudas de fe y de su frustración. Cuando se dieron cuenta habían estado hablando con Jesús resucitado, con Dios. Dios mismo es el que sale en el camino y el que se nos presenta. Al pueblo de Israel, el Señor le dijo: “yo soy el que te sacó de Egipto… yo soy el que te llevó por el desierto, y no te faltó nada”.
Dios se presenta exponiendo algo muy concreto que nos une a Él. Él es el primero que ama; el primero que se presenta. Jesús resaltó el amor de Dios cuando dijo: “tanto amó Dios al mundo que envió a su hijo único para que todo el que crea en Él, no se condene, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). Dios, viene a poner su casa entre nosotros. Viene a meterse en nuestra vida para provocar nuestra salvación. Sólo podremos amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, si antes lo hemos experimentado en nuestra vida; si lo hemos identificado con el Padre de amor que nos ama, no porque seamos buenos o tengamos muchos méritos, sino simplemente, porque somos sus hijos.
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