Por el Rev. José Eugenio Hoyos
Anteriormente los seres humanos tomaban agua sin hervir de los pozos, de los ríos, arroyos y manantiales y desde luego todavía hoy en día, el chorro de la llave y no se enfermaban. Hoy en el comercio hay una guerra entre productores de agua embotellada par mostrar al consumidor que ellos tienen la mejor agua purificada y más saludable.
Pero el Señor Jesús nos viene hoy en día a ofrecer un agua de mejor calidad: el agua que da vida eterna. “Quien beba de esta agua no tendrá jamás sed” a los cafarnaitas les diría más tarde. “El que viene a mi nunca tendrá hambre y el que cree en mi jamás tendrá sed” (Jo 6, 35-38). Lo contrario del agua Manantial, Fiji, Deer Park, Nestle, Aquafina, Smart Water, Poland Spring y Vosso, Cristo Jesús nos viene a ofrecer un agua más poderosa y transparente que nunca vuelve a dar sed: el Espíritu Santo. Jesús comparó al agua vivía con el Espíritu Santo, como un manantial puro, que sacia la sed y al correr después por los campos, va engrosando su caudal y llena de fertilidad la tierra. Esa agua viva del Espíritu es para los que creemos en el poder sanador de Jesús. ¡Y que regalo tan grande de Dios es el agua viva del Espíritu Santo! Sin ella, nos abrasaría la sed y moriría nuestra alma por deshidratación.
Los Salmos en las Sagradas Escrituras reflejan lo que Dios quiere que contemplemos cuando alzamos nuestras miradas hacia Cristo y nos señala directamente donde está la fuente del agua que apaga la sed. Un salmista cantaba: “Como busca la sierva las corrientes de agua así mi alma te desea a ti, Dios mío. ¡Tengo sed de Dios, del Dios vivo!” (Salmo 41). Otro salmista decía también: “¡Oh Dios, tu eres mi Dios por ti madrugo. Mi alma está sedienta de ti como tierra reseca, aridísima sin agua!” (Salmo 62).
La Biblia nos dice que la Gracia de Dios es la única bebida que sacia nuestra sed espiritual. La experiencia personal parece convencernos de que no basta con creer a Jesús una sola vez ó comulgar solo una vez en la vida. Nosotros hemos bebido muchas veces del agua del Señor y sin embargo, nos ha vuelto a torturar la sed de los vicios antiguos. Hemos sido, en frase dura de San Pedro, “Perro que vuelve a su vómito y cerda lavada, que vuelve a revocarse en el cieno” (2 Ped 2, 22).
Así pues si bebo y el Señor me da su manantial y no lo pierdo, nunca más tendré sed; pero puedo perderlo si tengo al Espíritu pero sigo los deseos de la carne, no heredaré el reino de los cielos (Gal 15, 13-55). La fuente de Jesús es eterna y la tenemos dentro de nosotros. De hecho, como dice San Agustín “estamos hechos para Dios y Él solo puede colmar nuestra sed de infinito”.
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