Por el Rev. José E. Hoyos
Me llamó mucho la atención de unos feligreses de una de las parroquias de nuestra Diócesis de Arlington de nombre Carlos y Rosa que deseaban contraer el sacramento del matrimonio. Al empezar la preparación matrimonial me contaron que desde que eran adolescentes y compañeros del colegio, empezó la atracción física y el corazón a palpitar y los ojos a compartir miradas profundas con mensajes llenos de amor. Todo esto ocurrió en un pequeño poblado llamado Chinameca en El Salvador, Centroamérica.
Todo iba muy bien hasta que por oposición de ambos padres de familia decidieron que esta relación de amistad y amor no era la más adecuada y decidieron separarlos. Carlos fue enviado a los Estados Unidos donde una tía allí. El empezó a trabajar, nunca se casó, sino que decidió dedicarse a los negocios y hacer fortuna. Mientras que Rosa se quedó en aquel pintoresco poblado salvadoreño y por obligación de sus padres se casó con Walter, un hacendado quien le daba mal trato y todos fines de semana se emborrachaba y se metía en problemas.
Ella, desesperada, decidió también emigrar a los Estados Unidos para escapar con sus dos pequeños hijos de esa vida que la atormentaba y que poco a poco le marchitaba la vida, pues fueron 14 años de sufrimiento y de abusos. Empezó a trabajar y a salir adelante como todos los inmigrantes.
Un día en la Iglesia alguien la detuvó, se le presentó y le dijo: “Hola Rosa, soy Carlos. ¿Te acuerdas de mi?” Para gran sorpresa, Carlos había cambiado físicamente, estaba calvo, barrigón y con un gran bigote, pero lo que no había cambiado eran sus sentimientos para con Rosa. Después de comenzar una gran amistad decidieron hace 5 años unirse y ahora Rosa ya no tiene 2 hijos, sino 4 y por fin el destino los volvió a unir, se encuentran felices, se entienden, se respetan y no hay diferencia en el trato para con los hijos.
Como dice el dicho “al primer amor no se le olvida nunca”. Cada edad constituye una etapa y cada etapa tiene sus características peculiares, determinadas por las experiencias precedentes, como la rivalidad, la timidez, el miedo, la esperanza, la alegría, los éxitos y los fracasos. Solo cuando tu te amas puedes amar y únicamente cuando te valoras eres capaz de valorar a los otros. El primer amor no es el de la adolescencia, es el amor a ti mismo con una clara conciencia de tus talentos y tus falencias. Te amas cuando te aceptas y das lo mejor de ti, no te culpas y reconoces que estás en esta tierra para ser feliz.
Da mucha felicidad traer esos bellos momentos cuando en ese pequeño pueblo, o en una calle, un teatro o una fiesta conociste tu primer amor, cuando de manos de tu ser querido recibiste con pasión, una flor, un chocolate, un café caliente en la mañana fría, un poema o una canción.
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